Escuché mucho esta frase en la universidad, como si existiera un diploma secreto que te convierte en escritor solo después de devorar libros. Incluso en algunos foros la repiten con sarcasmo, pero la verdad es mucho más simple de lo que parece: cualquiera puede escribir (así como cualquiera puede cocinar).
¿Leer tiene sus ventajas? ¡Por supuesto! Te inspira, te da estilo, te enseña a ver con otros ojos, pero la escritura no es un club exclusivo. El poder real lo tiene el lector, quien elige qué vale la pena leer. Y si al caso del chef vamos: quien decide si la comida gusta o no es el comensal.
Por eso, aunque el mismísimo Stephen King dijera que leer mucho ayuda a escribir mejor —lo cual es cierto— no implica que quien no lee con frecuencia es incapaz de escribir. La voluntad de sentarse y volcar lo que llevás dentro es lo que cuenta.
Para bien o para mal, ¡yo soy un vivo ejemplo de esto! En toda mi vida he leído unos diez libros (sin contar los obligatorios que forman parte del sistema educativo), lo cual es una cifra minúscula comparada con lo que leen verdaderos amantes de la lectura. Sin embargo, aquí estoy. Escribo porque me nace, porque me gusta, porque si hay algo que me da paz y me permite darle forma a lo que pasa en mi cabeza es escribir.
Al fin y al cabo, este arte nunca estuvo reservado para quienes acumulen más lecturas. Escribir es un acto de voluntad, es traducir de adentro hacia afuera, darle forma a lo que sentimos o pensamos con nuestras palabras. Todos tenemos esa capacidad de transmitir una idea, una emoción, una historia. Y, en definitiva, ¿quién dice que no podemos escribir para nosotros mismos? Ser nuestra propia audiencia también es válido.
Si querés escribir, no esperes permiso de nadie, ni haber leído «metodologías necesarias». Escribí lo que sea que tengas en mente, así sea en la sección de notas de tu celular, en esa donde probablemente tenés un par de listas de compras para el supermercado (¿o solo las tengo yo?).
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